Da igual. No importa lo que tus padres hicieron o dejaron de hacer en su momento. En el presente el responsable de tu vida eres tú. Eres responsable de lo que creas para ti, de la familia que construyes, del auto-amor que prácticas, de los abrazos que te das, del calor del afecto que generas para ti y para los que te rodean.
Sí, es cierto, lo que nos sucede en la infancia, en la adolescencia e incluso en la adultez con nuestros progenitores nos marca para toda la vida. Sin embargo, eso no nos exime de la responsabilidad que tenemos sobre nuestra vida y nuestras emociones. El presente es el momento ideal para depurar nuestro pasado y desintoxicar nuestra vida sentimental.
Porque un hogar es cálido y convivir en permanencia con el recuerdo de una crianza con defectos solo convierte nuestro yo afectivo en un gélido iglú. No podemos vivir si no hemos sanado nuestras heridas, si no hemos dejado a un lado el filo de los cuchillos…
Sanar heridas de un legado disfuncional de la infancia.
En mayor o menor medida todos tenemos tintes de toxicidad en nuestra infancia. Ocurre que en algún caso lo negativo pesa más que lo positivo y, por ende, la familia se convierte en una red compleja de relaciones, vínculos y sentimientos torcidos o ambivalentes.
Hay figuras paternas que no son sinónimo de alegría, identidad, unión, lealtad, respeto, amor y fidelidad. La elaboración de los vínculos con nuestros padres lejos de ese ideal nos convierte en calderos en ebullición, los cuales son génesis de dinámicas complejas y dañinas.
Puede que a simple vista se nos vea en calma, pero en realidad en lo profundo escondemos verdaderas fuerzas antagónicas que luchan por engrasar nuestras creencias, nuestros valores y nuestros sentimientos hacia el mundo y hacia nosotros mismos.
En la infancia, la familia es lo que representa nuestra realidad y nuestra referencia, por lo que no es extraño que tendamos a repetir ciertos patrones, aunque estos sean disfuncionales.
Los padres son personas y como personas que son, cometen errores. Sin embargo, el dolor provocado en el hijo se mantiene. En este sentido, al igual que afirmamos sin pudor que debemos aprender de nuestros errores, también podemos hacerlo de los errores cometidos por nuestros progenitores.
Así, quien no ha tenido la suerte de crecer en una familia totalmente funcional, tiene que realizar un trabajo doble para fortalecerse y apreciar el sentimiento de amor y respeto hacia uno mismo y hacia su entorno. Para lograr esto es bueno contar con la guía de un profesional de la salud mental, el cual nos ayudará a abrir las vías de comunicación con nosotros mismos.
Las conductas autodestructivas y de castigo hacia los demás deben ser reevaluadas y rechazadas por nuestro Yo presente, el cual se constituye como un yo adulto y con capacidad de discernir sobre la posibilidad de realizarse a sí mismo.
Rescatar la idea de que somos merecedores de amor y de que podemos brindarnos seguridad y afecto incondicional en primera persona es esencial para sanar las heridas que las figuras paternas, una o ambas, crearon en nuestro niño interior.
Infancia es destino, diría Freud; pero lo cierto es que no podemos vivir indefensos toda nuestra vida bajo la excusa de que tuvimos una infancia complicada y para nada ideal. Debemos interiorizar el mensaje de que da igual lo destructivas que hayan sido nuestras relaciones paterno-filiales, las perspectivas sobre nuestro futuro nos corresponden a nosotros.
Seas quien seas, sentirte valioso y merecedor de la felicidad y del amor es un pilar fundamental para tu capacidad de desarrollo vital. Esto requiere que seas altamente empático o empática contigo, reconociendo a través de esa empatía el derecho a vivir tu propia vida tal y como tú elijas.
Si el frío del afecto paterno es todavía constante, es hora de echarte encima prendas de abrigo y de encender la estufa. Las excusas y los rencores no nos permiten vivir y, mucho menos, construir un hogar en nuestro interior.
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