Muchas veces los juegos terminan siendo sólo gráficos sin contenido. Sobran ejemplos de títulos con efectos visuales increíbles que pasan al olvido luego de jugarlos, ya que no aportan nada más; así como hay otros que se quedan para siempre con nosotros. En lo personal, siempre he creído que los gráficos son importantes, pero no determinantes. De hecho, creo que hay otros aspectos más relevantes, como la jugabilidad o el apartado técnico, que sí pueden afectar negativamente. Bugs, mala optimización y controles deficientes, pueden tirar por tierra a los mejores gráficos.
¿Para qué querría ver gráficos sublimes, si al momento de interactuar con mi personaje sólo tengo mecánicas monótonas, controles toscos y una historia inexistente? Los gráficos tienen su importancia, sin duda, pero tampoco definen la experiencia de juego ni están por encima de un buen argumento. Tal vez el mejor ejemplo de ello sea el Medal of Honor, que incluso con el mismo motor gráfico que Battlefield pasó casi literalmente desapercibido gracias a que su profundidad y argumento eran tan nulos como la fallida inteligencia artificial de los enemigos.
En resumen, pienso que la calidad de un videojuego no tiene que ver solamente con un apartado gráfico de lujo. Un buen juego es la suma de una gran historia, una buena jugabilidad y luego, como complemento, un buen aspecto visual. Seguro todos recordamos algún juego de la adolescencia que nos marcó, por más que hoy en día debamos reconocer que no era sino un conjunto de polígonos pixelados absolutamente bidimensional. Y seguro muchos lo vemos así.
Claro, también hay desarrolladoras que nos proponen increíbles historias con gráficos bellísimos, como es el caso de The Witcher 3, Inside, Metal Gear, Ori and the Blind Forest, Unravel, The Last of Us o la genialidad de la saga Mass Effect, entre otros. No necesariamente debe darse una sin la otra. Y ojalá siempre los desarrolladores pongan la trama y la jugabilidad antes que la calidad gráfica, porque eso garantizará que sigamos viviendo momentos tan memorables como los que experimentamos con aquellos polígonos mal construidos en nuestra adolescencia.
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